Un viaje por el Aqueronte

Quien quiera vivir una sola vida,
resignar potencialidades,
renunciar a la oportunidad de ser otro,
rehusarse a tomar otras decisiones,
quien quiera quedarse pegado al apogeo de su anterior realización:
podrá alargar, no exento de sufrimiento, su vieja identidad,
pero
al final, el final, será inevitable y yo prefiero, mañana, ser nueva.

Si no nos interesa investigar sus matices y múltiples narraciones, nos alejamos del símbolo. Pero él se manifiesta, irrumpe. No queremos pensar la muerte visible, la muerte de nuestros cuerpos, la muerte que acontece en la materia. Si la nombramos a plena conciencia, acontece el rechazo. Nos alejamos también, de la muerte simbólica, como si existiese poca literatura de todas las épocas y culturas al respecto, olvidamos que es parte del proceso indispensable para vivir en nuestras máximas potencialidades.

Lejos del orgánico proceso en el cuál morimos, nos trans-formamos y volvemos a nacer (narración observablemente dinámica en la naturaleza), nuestro yo lucha por sobrevivir evitando el golpe que el fin ejerce sobre su límite de solidificación.

Si la exploración de nuestras capacidades individuales y sociales pudieran ser importantes, es menester asumir que habrá que habitar un arduo, oscuro y solitario proceso en el cual rendimos el control de nuestra persona -máscara- y hundimos la cabeza en nuestro pantano psíquico. Acontecerá un encuentro con una verdad (probablemente, dolorosa) y no quedará otra que permitir morir a nuestro yo anterior.

Para los alquimistas, el nigredo es fase indispensable para la obtención de la piedra filosofal, pero no quiero mentir, cuando sentimos que nuestra identidad/nuestra verdad/nuestro metarrelato, que con esfuerzo y tiempo hemos forjado, se quiebra; qué difícil es tener el coraje de sostener la incertidumbre que genera morar en el vacío mientras aún no se ha llegado a construir el nuevo yo. Será el coraje, nuestro Caronte; será el temple, nuestra barca.

Solitario es el viaje al Hades, a donde todo va y de donde todo viene.

El rito del duelo, el dolor del duelo; tiempo entre el morir y el volver a nacer, otros. Hablamos de un viaje, y es que justamente, el duelar nos permite comprender que hay dos puertos, un antes y un después, que ya nada volverá a ser igual, que no se puede sino atravesar el nebuloso río Aqueronte y entregarnos a la dura labor de resignificar lo que no es más y hacer espacio a lo que ahora, por fin, puede acontecer.

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